Desde hace meses, Eduardo Chamorro erigía en estas páginas
obituarios impecables, con esa dignidad y distancia británicas que dominaba como
nadie. Primorosos nichos de palabras, las justas, bien informados, precisos,
escritos con la tersura afable de la inteligencia y una punta de ironía que
marcaba fronteras con los excesos elegíacos, huyendo de la berza florida a la
que tan aficionados somos por estos pagos a la hora de las endechas. Tal vez
nunca imaginara que su persona iba a ser materia de este hueco necrológico. O
tal vez sí, vaya usted a saber, porque Eduardo gastaba fina retranca de largo
alcance y no era la parca un asunto que le fuera a hacer cambiar los compases de
su estilo.
Escritor de amplios registros literarios, todoterreno de las
letras, periodista de largo recorrido... Son algunos de los títulos grabados en
el túmulo de papel y tinta que los medios impresos le han levantado en los
últimos días. Todos ciertos si tenemos en cuenta que Chamorro era un perfecto
administrador de las distancias, un hombre de cultura que unía al pálpito
inmediato del informador el nervio, el gusto y la habilidad del narrador para
contar cosas diversas. Desde el vuelo ligero y deslumbrante del artículo
-recuerdo ahora uno formidable, sobre los ignotos gritos de los pulpos acosados,
publicado en ABCD las Artes y las Letras- a la densidad ponderada del ensayo
político o la travesía apasionada y apasionante de la novela, Eduardo Chamorro
sabía pilotar el caudal de las palabras para que cumpliera el trayecto previsto
con la velocidad y el espesor adecuados a cada empeño, sin perder la compostura
ni recurrir a la gimnasia exhibicionista de quienes confunden el estilo con la
desmesura convulsa del discurso.
Entre su producción libresca, encontramos novelas de medida
temperatura narrativa y rara tensión argumental, un tanto al margen de las modas
y los usos de estos barrios, como «A flor de piel», «El zorro enterrando a su
abuela bajo un arbusto» (premio Sesámo en 1972), «La cruz de Santiago»
(finalista del Planeta en 1992), «Súbditos de la noche» y «Guantes de segunda
mano»; un libro de cuentos de aroma benetiano, «Relatos de la Fundación», y otro
de viajes, «La Galicia de los monasterios»; diversos ensayos políticos que
amalgaman pulso coyuntural y profundidad de análisis: «Felipe González, un
hombre a la espera», «Viaje al centro de UCD», «Manuel Fraga. El cañón
giratorio», «Francisco Franco», «25 años sin Franco» y «España siglo XXI», y
aproximaciones históricas como «Yo, conde-duque de Olivares», «Felipe IV», «Las
anécdotas de la pintura», «El arte de lo imposible», «El enano del Rey» y
«Victoria de Inglaterra», que trenzan el rigor de la investigación y el aliento
literario. Hay dos libros más o menos inclasificables que retratan la
singularidad de su escritura y su personalidad poliédrica: «Galería de
borrachos», machiembrado de anécdotas y narraciones, y «Juan Benet y el aliento
del espíritu sobre las aguas», que es al tiempo ensayo, relato y perfil
biográfrico, una delicia.
Había nacido en Madrid, en 1946, y estudiado Filología Inglesa, lo
que le sirvió de excusa para pasar una temporada junto a los paisanos de
Shakespeare y hacerse cargo de las ediciones de títulos como «Orgullo y
prejuicio» de Jane Austen, «Un puñado de polvo» de Evelyn Waugh y «Ulises» de
James Joyce. De ahí le venía su proclividad por lo británico y su fascinación
por ese grupo de estetas y traidores conocido por «los cinco de Cambridge»: Kim
Philby, Donald Maclean, Guy Burgess, John Cairncross y Anthony Blunt, en
particular este último. Una proclividad que se extendía a su aliño indumentario,
elegante y casual, todo un dandi si convenimos con Baudelaire que el dandismo es
una forma de estoicismo, y que estriba, más que en tener una buena colección de
trajes, en la forma de llevarlos. Esa forma, por ejemplo, en la que concienzuda
y despreocupadamente, relataba de forma minuciosa hace un par de años cómo le
habían extirpado un pulmón.
Periodísticamente, estuvo entre quienes pusieron en marcha el motor
que convirtió en fenómeno periodístico de los 70 a la revista «Cambio 16», y
escribió en muchos medios, singularmente «Diario 16», «El mundo», «La voz de
Galicia» y, en los último años, ABC. Hace tiempo, más de veinte años
probablemente, comíamos junto a las murallas de San Juan de Acre, hoy Akko según
la normativa hebrea. El Ministerio israelí de Cultura había invitado a varios
periodistas españoles a un breve recorrido por el país con motivo de no sé qué
acto de cooperación académica. En la ciudad milenaria, antiguo bastión de los
cruzados, la agradable sobremesa propiciaba el revoloteo de la conversación por
mil y un temas, y surgió el de la educación. Con su voz ronca, cálida y
persuasiva, Eduardo dijo algo que nos hizo pensar y que luego le he oído
subrayar en otras ocasiones: «Todos los que estamos aquí sentados, si podemos
ganarnos la vida escribiendo es porque tuvimos un buen bachillerato. Yo al menos
puedo decir que la base de mi fondo de armario cultural es ese bachillerato
estupendo». No sé si los estudiantes de hoy podrán con el tiempo decir lo
mismo.
Íbamos a comer hace un par de semanas y prefirió dejarlo para
septiembre porque se encontraba «algo pachucho», nos dijo. Pasado el verano, si
nada nos lo impide, Alfonso Armada y un servidor brindaremos en su honor, in
memoriam.